Paseo por Marsella, esa vieja amiga desconocida


Hace dos semanas me encontraba sola en casa. Me había prometido comer un plato de ensalada pero acabé abriendo una lata de tónica y zampándome una bolsa de patatas mientras miraba un viejo episodio de expediente X. El mayor estaba con mi ex en Andalucía. La pequeña con mis padres. Un vuelo me esperaba por la mañana hacía Marsella. La razón, mi suegra había muerto tras 10 años de lucha contra una esclerosis múltiple que la condenaría a una cama inmovilizada. 

La pantalla del móvil se encendió y me enteré de la muerte de Gabo. Instintivamente me fui hacia la librería. Cogí la escalera y empecé a buscar el libro que más me ha impactado cuando apenas tenía 18 años: 100 años de soledadAllí subida en la escalera, en el silencio de la noche, y apenas la luz del pasillo, mis dedos empezaron a pasearse por los lomos de los libros. Mientras buscaba cosquilleé suavemente a Kundera, pellizqué a Huxley, sonreí a Jaume Cabré y busqué libros que un día presté a otros lectores y decidieron no volver. 

Tantas lecturas amadas, tantos momentos únicos, páginas que acompañaron mis noches. Y sin embargo, allí estaba Gabo. Me preguntaba por qué de todos estos autores él ocupaba un espacio especial en mi vida. ¿Su realismo mágico? No, el imaginario de Gabo era el imaginario colectivo, un simbolismo que el sabía cerrar eso sí de forma única. No, la razón era otra. Y al final lo vi. Cada uno de sus libros ha marcado parte de mi vida. Crónica de una muerte anunciada mi época de bachillerato, dura y de la que tanto huyo, pero en la que mi mente era capaz de emocionarse y apasionarse con cada conocimiento. 100 años de soledad, mi inicio en la universidad. Macombo y la familia Buendía fueron unos fieles acompañantes en un principio que no me resultó nada fácil. El amor en los tiempos de cólera mi separación. Algunas de sus frases me mantuvieron cuerda. Y así, cada uno de ellos. Ahora su muerte me recordaría la de Sylvie. La mujer que sin apenas conocerme me abrió la puerta de su casa y se fundió en un abrazo. La que jugaba con mi pequeño con un mono que le hacía reír a carcajadas. Su casa de Marsella.

Marsella la he conocido a pedazos. A pesar de los muchos viajes que hemos hecho, la conozco muy poco. La he observado como entre visillos. Y me ha ido enamorando poco a poco. Mi primera impresión, aún superando una separación, fue de caos total. Mi mente necesitaba orden y en ese momento se me mostró hostil. Pero poco a poco me iba enganchando a ella, a medida que yo recontraba conmigo misma, y quería conocer más y más. Cada vez me recordaba a una vieja amiga. A la vieja Barcelona. La Barcelona cara al mar, la de viejos y callejones imposibles. 


Sus paradas de pescado en el puerto, sus fachada al mar, la mezcla de generaciones de inmigración, el Mistral soplando, su ruido mediterráneo.

Hace dos semanas, por circunstancias extremadamente duras, nos sentamos en un restaurante con terraza,La Pasarelle. Su servicio sin prisa me resultó extrañamente familiar, igual que su sopa de pescado, deliciosa, su panaché, los niños jugando, y su decoración digna del Born. Una terraza ciertamente única.


Allí sentada en la terraza me sentí más próxima a mi Barcelona natal. Y recordé que...


Creo que era la única entre toda la gente que me rodeaba en Saint Victor que se quedó hipnotizada con la vieja mesa de flores y la luz que la iluminaba.


Que hacía esa mesa en medio de la iglesia es aún un misterio para mí. En sus puertas me asomé y me dejé guiar por los antiguos fuertes erguidos para proteger al exterior de la temida Marsella que asomaban entre las rejas.

  
Marsella, esa vieja y gran desconocida a quién he querido homenajear con este post. A ella y todo lo que representa.

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