Hace un tiempo, más del que parece -tengo un problema con los años como tantas otras divas- me dio por el Taichi, el Fengshui y los libros de psicología positiva.
Viendo que cambiar la disposición de las puertas y ventanas se me complicaba y que era incapaz de aprenderme los pasos más básicos del Taichi, acabé por desistir.
Luego vino la época de la meditación y más tarde la de pilates (que continúa) y la de las danzas, intercaladas por épocas de abandono en el sofá con una copa de vino y snacks. Pero esta es otra historia.
Sí que hay algo que me quedó grabado: no es posible que entren cosas nuevas si persistes en tener tu espacio lleno de cosas viejas.
Por lo que ante el desespero de mi pareja y mi hijo mayor, auténticos basurillas, de vez en cuando me coge por hacer mega limpiezas de objetos olvidados en el trastero (alias la Serafina), en el salón, en las habitaciones, donde sea.
De estas limpiezas salen auténticos tesoros, rencuentros con objetos que ni recordabas y que vuelves a encontrarles un lugar, otros a los que buscas nuevo propietario y muchos que te preguntas en qué estado estabas cuándo los compraste.
Ahora me cogió por el congelador. Y entre guisantes sueltos, placas de hielo y restos no identificables se escondía esto:
Y las almejas, continente natural, rescataron una antigua receta que tenía olvidada en una vieja carpeta. Así, de lo viejo salió algo nuevo. Un post con el que despedir este verano cada vez más otoñal.
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